Llegamos de no muy lejos. ¿Sabe señor Comisario? Papá
siempre decía que vivimos muy cerca de todo y que todo lo que necesitamos queda
a una, dos o tres cuadras de casa. Y es verdad el pan, la leche, las frutas, la
carne, todo queda cerca; la escuela también queda a unas calles caminando. Y
son todos muy amables. Por donde vivimos son todos muy amables. Calculan la
cantidad de comida que necesitamos y nos la dan, papá siempre nos daba dinero y
a veces hasta sobraba y además del chusco de pan comprábamos unas roscas
claras, así les dice la vecina, son roscones con algo blanco encima, a veces
pensamos que parece caca de paloma porque está toda desparramada sobre el
roscón y cuando vamos por la calle mi hermana y yo decimos: -¿Verdad que parece
como si una paloma hubiera pasado por este roscón?- Y nos reímos mucho. Pero
son muy ricas, las roscas. Y a veces hasta nos regala una la vecina, cuando no
se acaban pronto nos regala una. Y la compartimos. Cuando éramos más chiquitas,
aún más chiquitas hace como dos años cuando teníamos como cuatro años, mire
bien en mis dedos esa cantidad, cua-tro. Entonces éramos aún más chiquitas, mamá
decía que parecíamos hijas de la vecina, escuálidas, flacas, pequeñitas, con
los cabellos largos y negros pegados a la cara. Los brazos los teníamos como
ella, largos. Pero más hueso que carne. Ella era alta, era más alta que
cualquiera que conozcamos. Creemos que se fue porque sentía que no encajaba en
un barrio donde todos éramos bajitos y además mamá hablaba un poco extraño.
Hablaba como si estuviera enojada siempre, como si tuviera que escupir algo que
tenía en la garganta y decía: - VenggGgGan a cCcCcomer. Ahora debe estar en un
lugar de gente alta y que escupe cuando habla. Papá no salía de la casa desde
que mamá se fue y no nos hablaba mucho, bueno ya no nos hablaba casi nunca.
Hace dos días no ha regresado a casa y, ¿Sabe qué? Nosotros estamos bien. Nos
cuidamos y cuando mi hermana tiene frío yo la abrazo. Ella tampoco habla mucho,
se parece más a papá y siempre tiene mucho miedo. Mírela, si está casi
temblando. Y hoy me dijo que era mejor no decirle nada a nadie. Pero usted es
comisario y en la escuela dicen que un comisario ayuda y protege a la gente.
Pero estamos bien. ¿Sabe? La panadera nos sigue dando el pan y el carnicero la
carne y en la tiendas el señor de China nos da las frutas y la leche, creo que
papá les dejó mucho dinero para que lo hagan mientras él no está. Pero estamos
preocupadas. Tal vez papá fue a buscar a mamá a ese lugar de gente muy alta
pero allá podrían hacerle daño. Mamá era muy alta y de su cuerpo tan grande
salía una voz más grande y a veces cuando alargaba sus grandes manos terminaban
en nuestras cabezas. Y como era tan grande, pesaban mucho y entonces dolía y
entonces creemos que papá podría estar muy asustado con toda esa gente tan alta
con esas manotas en su cabeza. Entonces vinimos a pedirle que por favor lo
busque señor comisario. ¿Verdad que nos va a ayudar?
El patio común
lunes, 21 de noviembre de 2016
domingo, 20 de noviembre de 2016
"Adentro" ejercicio para luis. Paisaje interior
Flor Guerin
Adentro
Adentro
Miro para dentro.
Formas vagas se retuercen en la oscuridad. Dos de ellas
bailan enlazadas. ¿O quizás, se pelan?
No sé muy bien.
A una decido llamarla Enfado. Cuando se encrespa, su nombre cambia y se llama Furia. Cuando se
encoge y toma prestado del Asco, la
llamo Disgusto.
La otra es más difusa y no se mueve tanto. Está allí
presente. Segura de sí misma. Decido llamarla Tristeza. Cuando se carga de
agua, la llamo Pena. Cuando se seca, Desesperanza.
Concentro la mirada y adivino una tercera forma. Está al
acecho. Tan quieta que parece paralizada. Es más oscura. No para de cambiar de
semblanza. Es silenciosa y sin embargo, grita. Su grito es su nombre. La oigo. Se
llama Miedo.
Ya no puedo mirar para dentro
escolopendras cuento de amósfera para elena
Flor Guerin
Escolopendras
Apareció agazapada detrás de la pata de la mesa elefante. Marrón
reluciente. Unos buenos doce centímetros. Veinte y tres pares de patas,
incluidas las dos que le sirven de colmillos.
Este día se respiraba algo peculiar en el cortijo. Una
amenaza sorda sudaba humedad y frio. Me acerqué al rincón para encender una
mata de bolina y algunos cachos de corcho. Prenden rápido y dan llamas recias. La chimenea resopló. La
bolina echó chispas como una traca de verano.
Sentí la humedad dar un paso atrás, refugiándose en las esquinas más
oscuras. Me calenté la espalda.
El atardecer colgó nubes en el valle. Minúsculas gotas de
agua flotaban en el aire inerte. La
montaña parecía retener el aliento. La noche cayó sin avisar. La luna no
llegaba todavía a superar el cerro
y la oscuridad se hizo espesa. Opaca.
Cuando asomó la escolopendra salté hacia atrás y tiré la
silla. No se puede convivir con ellas.
Si te muerden puedes quedarte muy mal. O morirte según. Esto dicen los
abuelos que le temen más que al alacrán.
No le quitaba ojo. Estaba quieta, enroscada alrededor de la
pata de la mesa. Me agaché despacio para coger la bota. Juro que no la deje de mirar pero cuando fui a por
ella, ya no estaba. Miré por todos
lados. Di con mucho cuidado la vuelta a la mesa elefante. Acerqué una linterna.
No estaba. Revolví el sofá y las mantas. Con un palo, hurgué detrás de las
bibliotecas. No apareció.
Mi corazón latía rápido. Un sudor frío me cosquilleó la
nuca. Intenté razonarme. Al fin y al cabo era solo un insecto. Uno gordo, feo y
fascinante. Un testimonio de la era de los dinosaurios. Un ser digno de
estudio.
Más allá de su veneno, los cortijeros temen a las escolopendras porque dicen que auguran
desgracias. Leonor me contó que los curanderos las usan para echar mal de ojo.
Si las apresas vivas, pagan un dinero por ellas.
En el pueblo de toda la vida hubo muchos ahorcados. Leonor dice que sus almas
siguen agazapadas en los rincones oscuros de las casas. Donde no llega la luz, se refugian. Son las escolopendras.
El otoño pasado se ahorcó mi vecino Paco. Lo encontramos a
los dos días. Estaba colgado de la rama más gruesa de un alcornoque, muy cerca
de la pista que lleva a la cortijada. Todos lo llamaban el Oscuro. No tenía
amigos, ni mujer y asustaba a los niños.
Cuando dimos con él, ya no tenía ojos.
Su cara era una colmena. Leonor se desmayó y tuvimos que llamar a una
ambulancia.
Aquella noche en la cual no pude matar la escolopendra, era luna llena. Después de cenar, encendí la estufa
de leña en la primera planta y me refugié en mi estudio. Allí hay una puerta
sin resquicio. Aunque se deslice por los escalones, la escolopendra no lograría
entrar. Me estremecí imaginándola reptar
por los peldaños. Volví a recordar a la cara del ahorcado.
El cortijo del Oscuro se ve
desde la ventana de mi estudio. Es una mole de piedra rajada de par en par, cubierta con un techo de chapa. Imponente y siniestra. Le eché
una ojeada y se me cerró la boca del estómago. Volví a sudar frío. Había luz en
la ventana de la primera planta. No podía ser. En el cortijo no hay luz
eléctrica a menos de disponer de placas. El Oscuro nunca las tuvo. El Oscuro
está muerto. Mi mente parpadeaba en blanco. Cerré de un golpe las
contraventanas. El corazón latía en mi garganta. Me acerqué a la estufa. Con el
calor recordé la luna. Abrí despacio la ventana del estudio y comprobé que su
luz se concentraba en la claraboya del Oscuro.
El efecto era asombroso. Me reí sola con la ventana abierta. Una risa ahorcada.
“ ¡Ya has pasado los cuarenta y sigues creyendo en fantasmas! demasiado tiempo
en el campo… ¡terminarás hecha carne de curandero! ”. Me di cuenta que había hablado en voz alta.
Cargué la estufa de leña y, después de sacudir almohadas y
edredón, me metí en la cama. Dormí sin
sobresaltos y me despertó el móvil de buena mañana. Era Pedro. Me llamaba del
hospital.
“¿Qué tal cariño? Ya te han hecho la ecografía ¿Saben cuál
es la vértebra donde tienes la hernia discal?”
Se le escuchaba respirar
“Me han dicho que no es un hernia. Tengo un tumor en la
cadera”.
domingo, 6 de noviembre de 2016
La Confesión
La confesión
Natalia García
Llevaban
meses preparándonos para ese día. Nos habían dicho varias veces que después de
la primera confesión tendríamos que repetir el acto al menos dos veces por mes.
¿Acaso iba yo a pecar tanto? ¡Tenía tan solo once años! Llevábamos todo el
sexto año de escuela haciendo más exámenes de conciencia y propósitos de
enmienda que cualquier penitente en semana santa.
Lo
cierto es que días antes habíamos practicado la confesión. La serie de rituales
que le preceden, la retahíla de frases que uno dice antes y después, la
posición de las manos y del cuerpo y el tono de voz en el que uno debía
hablarle al sacerdote. Al entrar en el cubículo de madera, el confesionario, todo
me daba escalofrío. Imaginaba que al mirar al sacerdote estaría yo intentando
descifrar cómo sería unir todos esos pedacitos de rostro que se dejaban ver a
través de las rejillas por las que había que hablarle y entonces iba a olvidar
todo lo que tenía que decirle.
Solo
Dios sabe cuánto dolor de barriga tuve en aquellos días al imaginar todo lo que
podría salir mal, las veces que iba a olvidar los latiguillos religiosos y mis
propios pecados, el tono de voz de castigo del sacerdote al escuchar lo que le
tenía que contar.
El
día de la confesión llegó y yo la verdad es que estaba más nerviosa que en un
examen final. Entré al confesionario temblando y le dije muy escrupulosamente
al sacerdote que yo no me acusaba de nada, que ni Ave María Purísima ni pecados
concebidos, que le podía confesar al señor su dios que yo no quería confesarme.
Salí de ahí muy apresurada y le dije a
Madre Graciela que debía ir con urgencia al baño. Permanecí ahí mucho rato
temiendo que me expulsaran o que me llevaran al rectorado.
Al
regresar parecía que no había sucedido nada. La última de mis compañeras se
había confesado y el sacerdote estaba por irse. Al salir del aula me miró y en
su rostro pude ver algún rastro de complicidad. No volví a un confesionario
nunca más y el sacerdote guardó mi secreto como un secreto de confesión.
sábado, 5 de noviembre de 2016
El padre de Angélica
EL PADRE DE ANGÉLICA
El paquete traía un vino bastante caro y una carta en la que un tal Félix
le decía que le había costado dar con él y que le mandaba esa botella por los
viejos tiempos. Cuando volvió a ver al cartero, le explicó que debían de haberle
confundido con otro Eduardo Palamós, pues él no conocía a ningún Félix. El
envío no se podía devolver, no había remitente. Yo que tú me bebería el vino, dijo el cartero. Si quieres te ayudo. Él simuló que el comentario le hacía gracia.
No sabía reaccionar ante ese tipo de bromas. A los seis meses recibió otro
paquete, también sin remitente, con una nota que decía: A ver cuándo nos vemos, ya sabes dónde estoy. Al fin llegó una carta
donde Félix lo invitaba a una fiesta en la que iban a coincidir, por primera
vez en veinte años, una serie de personas cuyos nombres no le decían nada.
Añadía que no había logrado dar con su teléfono ni correo electrónico, y que
Irene se iba a pasar. Tienes que venir, aunque
sea por ella, cerraba. Se lo debes.
No le gustaban las fiestas, mucho menos con desconocidos, pero era la única
opción de aclarar el malentendido.
Al principio, como es lógico, nadie lo reconoció. Cuando les dijo su
nombre comentaron que estaba distinto. Pero
no te creas, hay cambios más espectaculares que el tuyo. Por ejemplo, ¿quién es
este? Le hacían mirar a un tipo cualquiera y cuando negaba con la cabeza, soltaban
su nombre, tomaban su cara de perplejidad por sorpresa y se reían. Parecía
hacerles gracia todo lo que hacía o decía, aunque no la tuviera. Como si dieran
por hecho que era un tipo divertido. Incómodo, preguntó varias veces por Félix.
Ahora vendrá, tómate algo, le decían.
Llevaba dos cervezas y un gin-tonic cuando llegó. Era un pelirrojo alto que le dijo,
emocionado: Pareces otro. Lo abrazó y
añadió en voz baja: Mi hermana va a
llegar un poco tarde. Así que la tal Irene era su hermana. Intentó
explicarle que todo era un error, que él no era quien creían. No os conozco de nada, en serio. ¡No os he
visto en mi vida! Hubo carcajadas, y alguien comentó: Sigues igual, con ese sentido del humor tan surrealista. Le
sirvieron otra copa y decidió dejarse llevar, seguirles la corriente, y un tipo
de ojos saltones aseguró que lo había reconocido desde el principio por su
forma de hablar, o de andar, o sonreír, no lo escuchó bien. Salieron a la luz
anécdotas del pasado y fingió reírse de algo que supuestamente había hecho hacía
no sé cuántos años, en una tómbola.
—¿Cómo te va? —Irene llevaba el pelo suelto y sonreía a medias, con un
vestido verde que enseñaba los hombros. Era pelirroja, como su hermano.
No supo contestar e improvisó un: —¿Y a ti?
—Angélica y yo estamos bien, supongo.
—¿Angélica?
—En diciembre cumple ocho años.
Había en sus ojos una mezcla de tristeza y curiosidad, de reproche,
perdón y añoranza. Muchas veces ha pensado que esa mirada lo cambió todo, que
se perdió para siempre en esos ojos.
Volvió a verla, las cosas se fueron enredando y un día, en una cafetería,
conoció a Angélica. Al principio fue todo muy tenso. Pidieron tortitas y la niña
se manchó la nariz con nata. Su madre se la limpió. No dejaba de hablar. Se
notaba que estaba nerviosa por si la niña y él no congeniaban. Angélica tenía
una boca muy grande y la cara pintada de verde, un vestido negro y un sombrero
puntiagudo, de bruja. Al parecer venía
de una fiesta de Halloween. Estaba siempre callada y no dejaba de mirarlo. Cada
vez que él decía algo, sus ojos se abrían como si quisieran absorberlo. Más
tarde, rememorando en su cama esa mirada, se dio cuenta de que en ella había
algo parecido a la admiración, y que nadie lo había mirado nunca de esa forma.
Empezó a visitarlas en su casa, un chalet con jardín de las afueras, a acompañar
a Angélica a pasear al perro, y al pasar las Navidades estaba viviendo con
ellas. ¿Por qué nos dejaste, papá?,
preguntó la niña en uno de sus paseos. Contestó la verdad: que no lo sabía.
Irene no toca el tema. Al poco de instalarse se disculpó por haber tirado todas
sus cosas, incluidas sus fotos, y le aclaró que nunca iba a reprocharle nada,
que está aquí y es lo que importa. Te has
vuelto más serio, suele decirle. Menos
hablador, pero lo prefiero, tanta vitalidad podía ser agotadora, y sonríe
de esa forma tan suya. A veces, en ese esbozo de sonrisa cree leer indicios de
que lo sabe, pues por mucho que se parezca al otro es imposible que no note el
cambio: compartió su intimidad y su cama con ese hombre, y no han pasado tantos
años desde que lo vio por última vez. Entonces se dice: Y si estamos bien, ¿qué importa?
Porque se ha acostumbrado a sus nuevas rutinas. Le gustan los dibujos de
Angélica en que aparecen los tres juntos, la casa y el perro. Le gusta ver a
Irene pintarse de negro las uñas de los pies, sentada en la cama, con uno de
los muslos escapando de su bata y la cara oculta tras su pelo rojizo. Le gustan
las visitas de Félix de los sábados, los desayunos con prisa, las cenas
tempranas, y lo único que envenena sus días es el miedo, que cuando llega le hace
difícil disimular la angustia. Teme que en cualquier momento vuelva el otro Eduardo
Palamós, el padre de Angélica, con su humor surrealista, su vitalidad y sus
recuerdos, y se lo quite todo.
José Antonio Bonet
Octubre 2016
Gravedad artificial
GRAVEDAD
ARTIFICIAL
16:55,
hora terrestre. Hace aproximadamente una hora y media hemos escuchado un
chasquido en la cámara de ignición, seguido de un silencio que indicaba que ha
dejado de succionar. Tras constatar que perdíamos el rumbo y estábamos a la
deriva, me ofrecí a salir al exterior para echar un vistazo, pero Toshiro se
había puesto ya la escafandra. Lleva tres cuartos de hora fuera. Tanto él como la
caja de herramientas están atados por un cable de acero al asidero de la
compuerta, pero siempre existe la posibilidad de que el cable se rompa o que la
cámara se active de nuevo, en pleno reconocimiento, y lo calcine. A él le da
igual. No parece tener miedo a nada. A
través del monitor lo vemos examinar cada una de las piezas, sacar con cuidado
el destornillador de estrella y comprobar la fijación de una tuerca, o palpar
con sus guantes la superficie de metacrilato que cubre el tubo de varas. Cuando
se cansa, se deja ir y su cuerpo se aleja de nosotros, hasta que, por el efecto
rebote, el cable lo hace volver. A veces lo hace dando una voltereta hacia
atrás en el aire, y, aunque es bastante inexpresivo y no puedo ver su cara
oculta por la escafandra, imagino que está sonriendo.
17:48,
hora terrestre. Boris ha reemplazado a Toshiro en la exploración. Cuando ha
vuelto, se ha quitado la escafandra y nos ha mostrado una piedra del tamaño de
un guijarro. Es un trozo de asteroide que al parecer se ha colado por las
rendijas de la placa protectora y ha impactado contra la parte lateral derecha
de la cámara. Mientras esperamos instrucciones para la reparación, nos ha
hablado de sus hijos –no hay día que no enseñe sus fotos– y, por primera vez en
los casi dos meses que llevamos aquí, de su abuelo. Al parecer tenía problemas
con el alcohol y con el juego, hasta el punto que lo perdió todo y acabó en la
calle, pero se convirtió a la iglesia ortodoxa (antes, cuando vivía con sus
padres en la entonces Unión Soviética, era materialista y marxista convencido)
y dejó de beber. Inculcó esa fe a su nieto y por eso Boris reza todas las
noches.
19:21,
hora terrestre. Seguimos esperando instrucciones. Toshiro está pasándose el
hijo dental, y eso que la comida que tenemos aquí no se pega entre los dientes.
Les he hablado de la afición de Hazel por las infusiones raras. Si se toma un
té, no puede ser un té con limón al uso, o con leche, sino un té rojo elaborado
con bayas de enebro y un toque de valeriana (me lo estoy inventando, pero es
más o menos así). En casa hay un cajón muy grande lleno de distintos tipos de
hierbas. Cuando viene alguien a cenar, en vez de ofrecerle una copa después del
postre, abre el cajón y le enseña las infusiones. Nadie sabe cuál elegir. Ojalá
estuviera aquí ofreciéndonos una, por rara que fuera.
22:30,
hora terrestre. Nos han comunicado que no será difícil reparar el daño, pero
que tienen que hacer unas comprobaciones para ver si se usa un protocolo u
otro. La noticia me ha aliviado, y eso que Boris y Toshiro parecían tranquilos.
Admiro a Boris. Envidio la claridad que le otorga su religión, cómo sonríe
siempre y la fuerza que le da pensar en sus hijos. Y si alguna vez quisiera
compartir un secreto, se lo contaría a Toshiro, pues se puede pasar horas
callado, mirando la tierra sin mover un músculo de la cara (es imposible
adivinar lo que piensa). Es una garantía saber que, si algo falla, él se va a
mantener sereno, como una especie de maestro zen. Según cuenta, está aquí
gracias a su padre, un oficinista enamorado del karate que le enseñó a dominar
su cuerpo y su mente. Sin ellos esto sería insoportable, siempre con la misma
vista y la sensación de que es de noche. (Escribo esto en el idioma de mi madre
para que no se les suba a la cabeza tanto elogio.) A veces, cuando terminamos
la inspección rutinaria, jugamos a las cartas, o desactivamos la gravedad
artificial y nos dejamos flotar, y nuestros cuerpos giran y se entrechocan en
el aire. Es relajante.
12:42,
hora terrestre. No hay nada que hacer. Nos lo han dicho hace dos horas, antes
de cortarse la comunicación. Ese fragmento de asteroide del tamaño de un
guijarro ha dañado de forma irreparable la cámara de ignición. No probaremos
más la comida de verdad, ni deslizaré mis dedos entre los cabellos rojizos de
Hazel, aspirando su perfume (aunque a estas alturas es posible que se esté
tirando a otro). No veré a nadie aparte de estos dos, callados todo el rato, ellos
y yo, aquí vagando. Al principio, cuando la radio falló, nos dábamos ánimos e intentamos
conectar con la base. Ahora hay más silencio aquí dentro que fuera, si es que
es posible superar el silencio de fuera. Sólo me queda estar con ellos hasta
que falte el oxígeno. Con ellos y sus manías, el hilo dental de uno y las fotos
de los niños del otro, esos críos regordetes con cara de cerdo que nos enseña
hasta el paroxismo. Sólo abre la boca para hablar de ellos y de su abuelo, un
borracho fracasado que, desafortunadamente para nosotros, le dio cientos de
consejos que ahora nos tendremos que tragar con las tabletas de proteínas, que
saben a corcho. ¡Lo que daría por unos simples espaguetis con tomate o una
hamburguesa!
Tendré
que pasar cada minuto que me queda pegado a ellos, notando su aliento,
apretados los tres en mitad del infinito. Aquí todo es metálico. O de plástico.
Me gustaría tocar algo de madera, aunque fuera un palo reseco. ¿Qué estará
haciendo Hazel a estas horas? ¿Cómo irá vestida? ¿Pensará alguna vez en mí?
Por
mucho que disimulen, ellos tampoco me soportan. He vuelto a morderme las uñas
–no lo hacía desde niño–, y a tamborilear con los dedos: sé que les mortifica.
Ese no para, recita oraciones en ruso como un poseso, y el chino se hurga los
dientes como si sirviera de algo. Sé que es japonés, pero a partir de ahora
para mí es el puto chino.
Me pregunto si conoce algún truco zen para soportar esto, si se le ocurre algún
toque de feng-sui para que estemos a gusto en este cubículo hasta pudrirnos del
todo. El otro vuelve a sacar las fotos. ¡No puedo más! Escribo esto en el
idioma de mi madre para que no sepan el asco que me dan, aunque supongo que se
lo imaginan. A la derecha estos dos y a la izquierda el vacío. Y no voy a oír
más voz humana que la suya hasta que falte el aire, o el agua, no sé qué
terminará antes. El beato me sonríe. ¿De qué te ríes, imbécil? Aquí todo es
artificial, como tú, como el pelo injertado con el que intentas disimular tu
asquerosa calva, como tu Dios, tu sonrisa y los consejos de tu abuelo, como el
oficinista que engendró al puto chino con una geisha barata en uno de los peores
tugurios de Tokio, como esas fotos de niños sebosos que uno de estos días te
haré tragar a ver si revientas. Aquí todo es de plástico, y ahí fuera es la
nada.
José Antonio Bonet
Octubre 2016
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