lunes, 21 de noviembre de 2016

Señor Comisario (narrador nosotros)

Llegamos de no muy lejos. ¿Sabe señor Comisario? Papá siempre decía que vivimos muy cerca de todo y que todo lo que necesitamos queda a una, dos o tres cuadras de casa. Y es verdad el pan, la leche, las frutas, la carne, todo queda cerca; la escuela también queda a unas calles caminando. Y son todos muy amables. Por donde vivimos son todos muy amables. Calculan la cantidad de comida que necesitamos y nos la dan, papá siempre nos daba dinero y a veces hasta sobraba y además del chusco de pan comprábamos unas roscas claras, así les dice la vecina, son roscones con algo blanco encima, a veces pensamos que parece caca de paloma porque está toda desparramada sobre el roscón y cuando vamos por la calle mi hermana y yo decimos: -¿Verdad que parece como si una paloma hubiera pasado por este roscón?- Y nos reímos mucho. Pero son muy ricas, las roscas. Y a veces hasta nos regala una la vecina, cuando no se acaban pronto nos regala una. Y la compartimos. Cuando éramos más chiquitas, aún más chiquitas hace como dos años cuando teníamos como cuatro años, mire bien en mis dedos esa cantidad, cua-tro. Entonces éramos aún más chiquitas, mamá decía que parecíamos hijas de la vecina, escuálidas, flacas, pequeñitas, con los cabellos largos y negros pegados a la cara. Los brazos los teníamos como ella, largos. Pero más hueso que carne. Ella era alta, era más alta que cualquiera que conozcamos. Creemos que se fue porque sentía que no encajaba en un barrio donde todos éramos bajitos y además mamá hablaba un poco extraño. Hablaba como si estuviera enojada siempre, como si tuviera que escupir algo que tenía en la garganta y decía: - VenggGgGan a cCcCcomer. Ahora debe estar en un lugar de gente alta y que escupe cuando habla. Papá no salía de la casa desde que mamá se fue y no nos hablaba mucho, bueno ya no nos hablaba casi nunca. Hace dos días no ha regresado a casa y, ¿Sabe qué? Nosotros estamos bien. Nos cuidamos y cuando mi hermana tiene frío yo la abrazo. Ella tampoco habla mucho, se parece más a papá y siempre tiene mucho miedo. Mírela, si está casi temblando. Y hoy me dijo que era mejor no decirle nada a nadie. Pero usted es comisario y en la escuela dicen que un comisario ayuda y protege a la gente. Pero estamos bien. ¿Sabe? La panadera nos sigue dando el pan y el carnicero la carne y en la tiendas el señor de China nos da las frutas y la leche, creo que papá les dejó mucho dinero para que lo hagan mientras él no está. Pero estamos preocupadas. Tal vez papá fue a buscar a mamá a ese lugar de gente muy alta pero allá podrían hacerle daño. Mamá era muy alta y de su cuerpo tan grande salía una voz más grande y a veces cuando alargaba sus grandes manos terminaban en nuestras cabezas. Y como era tan grande, pesaban mucho y entonces dolía y entonces creemos que papá podría estar muy asustado con toda esa gente tan alta con esas manotas en su cabeza. Entonces vinimos a pedirle que por favor lo busque señor comisario. ¿Verdad que nos va a ayudar?

domingo, 20 de noviembre de 2016

"Adentro" ejercicio para luis. Paisaje interior

Flor Guerin


Adentro


Miro para dentro.
Formas vagas se retuercen en la oscuridad. Dos de ellas bailan enlazadas. ¿O quizás, se pelan?  No sé muy bien.
A una decido llamarla Enfado. Cuando se encrespa,  su nombre cambia y se llama Furia. Cuando se encoge y toma prestado del  Asco, la llamo Disgusto.
La otra es más difusa y no se mueve tanto. Está allí presente. Segura de sí misma. Decido llamarla Tristeza. Cuando se carga de agua, la llamo Pena. Cuando se seca, Desesperanza.
Concentro la mirada y adivino una tercera forma. Está al acecho. Tan quieta que parece paralizada. Es más oscura. No para de cambiar de semblanza. Es silenciosa y sin embargo, grita. Su grito es su nombre. La oigo. Se llama Miedo.
Ya no puedo mirar para dentro

escolopendras cuento de amósfera para elena



Flor Guerin 

Escolopendras

Apareció agazapada detrás de la pata de la mesa elefante. Marrón reluciente. Unos buenos doce centímetros. Veinte y tres pares de patas, incluidas las dos que le sirven de colmillos.
Este día se respiraba algo peculiar en el cortijo. Una amenaza sorda sudaba humedad y frio. Me acerqué al rincón para encender una mata de bolina y algunos cachos de corcho. Prenden rápido y  dan llamas recias. La chimenea resopló. La bolina echó chispas como una traca de verano.  Sentí la humedad dar un paso atrás, refugiándose en las esquinas más oscuras. Me calenté la espalda.
El atardecer colgó nubes en el valle. Minúsculas gotas de agua flotaban en el aire inerte.  La montaña parecía retener el aliento. La noche cayó sin avisar. La luna no llegaba todavía  a superar el cerro y  la oscuridad se hizo espesa. Opaca.

Cuando asomó la escolopendra salté hacia atrás y tiré la silla. No se puede convivir con ellas.  Si te muerden puedes quedarte muy mal. O morirte según. Esto dicen los abuelos que le temen más que al alacrán. 

No le quitaba ojo. Estaba quieta, enroscada alrededor de la pata de la mesa. Me agaché despacio para coger la bota. Juro  que no la deje de mirar pero cuando fui a por ella, ya no estaba.  Miré por todos lados. Di con mucho cuidado la vuelta a la mesa elefante. Acerqué una linterna. No estaba. Revolví el sofá y las mantas. Con un palo, hurgué detrás de las bibliotecas. No apareció.
Mi corazón latía rápido. Un sudor frío me cosquilleó la nuca. Intenté razonarme. Al fin y al cabo era solo un insecto. Uno gordo, feo y fascinante. Un testimonio de la era de los dinosaurios. Un ser digno de estudio.

Más allá de su veneno, los cortijeros  temen a las escolopendras porque dicen que auguran desgracias. Leonor me contó que los curanderos las usan para echar mal de ojo. Si las apresas vivas, pagan un dinero por ellas.
En el pueblo de toda la vida  hubo  muchos ahorcados. Leonor dice que sus almas siguen agazapadas en los rincones oscuros de las casas. Donde no llega la luz,  se refugian. Son las escolopendras.

El otoño pasado se ahorcó mi vecino Paco. Lo encontramos a los dos días. Estaba colgado de la rama más gruesa de un alcornoque, muy cerca de la pista que lleva a la cortijada. Todos lo llamaban el Oscuro. No tenía amigos, ni mujer  y asustaba a los niños. Cuando dimos con él,  ya no tenía ojos. Su cara era una colmena. Leonor se desmayó y tuvimos que llamar a una ambulancia.

Aquella noche en la cual no pude matar la escolopendra,  era luna llena. Después de cenar, encendí la estufa de leña en la primera planta y me refugié en mi estudio. Allí hay una puerta sin resquicio. Aunque se deslice por los escalones, la escolopendra no lograría entrar. Me estremecí  imaginándola reptar por los peldaños. Volví a recordar a la cara del ahorcado.
El cortijo del Oscuro se ve  desde la ventana de mi estudio. Es una mole de piedra  rajada de par en par, cubierta  con un  techo de chapa. Imponente y siniestra. Le eché una ojeada y se me cerró la boca del estómago. Volví a sudar frío. Había luz en la ventana de la primera planta. No podía ser. En el cortijo no hay luz eléctrica a menos de disponer de placas. El Oscuro nunca las tuvo. El Oscuro está muerto. Mi mente parpadeaba en blanco. Cerré de un golpe las contraventanas. El corazón latía en mi garganta. Me acerqué a la estufa. Con el calor recordé la luna. Abrí despacio la ventana del estudio y comprobé que su luz se concentraba en la claraboya  del Oscuro. El efecto era asombroso. Me reí sola con la ventana abierta. Una risa ahorcada. “ ¡Ya has pasado los cuarenta y sigues creyendo en fantasmas! demasiado tiempo en el campo… ¡terminarás hecha carne de curandero! ”.  Me di cuenta que había hablado en voz alta.
Cargué la estufa de leña y, después de sacudir almohadas y edredón,  me metí en la cama. Dormí sin sobresaltos y me despertó el móvil de buena mañana. Era Pedro. Me llamaba del hospital.
“¿Qué tal cariño? Ya te han hecho la ecografía ¿Saben cuál es la vértebra donde tienes la hernia discal?”
Se le escuchaba respirar
“Me han dicho que no es un hernia. Tengo un tumor en la cadera”.




domingo, 6 de noviembre de 2016

La Confesión

La confesión

Natalia García 

Llevaban meses preparándonos para ese día. Nos habían dicho varias veces que después de la primera confesión tendríamos que repetir el acto al menos dos veces por mes. ¿Acaso iba yo a pecar tanto? ¡Tenía tan solo once años! Llevábamos todo el sexto año de escuela haciendo más exámenes de conciencia y propósitos de enmienda que cualquier penitente en semana santa.  

Lo cierto es que días antes habíamos practicado la confesión. La serie de rituales que le preceden, la retahíla de frases que uno dice antes y después, la posición de las manos y del cuerpo y el tono de voz en el que uno debía hablarle al sacerdote. Al entrar en el cubículo de madera, el confesionario, todo me daba escalofrío. Imaginaba que al mirar al sacerdote estaría yo intentando descifrar cómo sería unir todos esos pedacitos de rostro que se dejaban ver a través de las rejillas por las que había que hablarle y entonces iba a olvidar todo lo que tenía que decirle.

Solo Dios sabe cuánto dolor de barriga tuve en aquellos días al imaginar todo lo que podría salir mal, las veces que iba a olvidar los latiguillos religiosos y mis propios pecados, el tono de voz de castigo del sacerdote al escuchar lo que le tenía que contar.

El día de la confesión llegó y yo la verdad es que estaba más nerviosa que en un examen final. Entré al confesionario temblando y le dije muy escrupulosamente al sacerdote que yo no me acusaba de nada, que ni Ave María Purísima ni pecados concebidos, que le podía confesar al señor su dios que yo no quería confesarme. Salí de ahí muy apresurada  y le dije a Madre Graciela que debía ir con urgencia al baño. Permanecí ahí mucho rato temiendo que me expulsaran o que me llevaran al rectorado.



Al regresar parecía que no había sucedido nada. La última de mis compañeras se había confesado y el sacerdote estaba por irse. Al salir del aula me miró y en su rostro pude ver algún rastro de complicidad. No volví a un confesionario nunca más y el sacerdote guardó mi secreto como un secreto de confesión.  

sábado, 5 de noviembre de 2016

El padre de Angélica



EL PADRE DE ANGÉLICA

El paquete traía un vino bastante caro y una carta en la que un tal Félix le decía que le había costado dar con él y que le mandaba esa botella por los viejos tiempos. Cuando volvió a ver al cartero, le explicó que debían de haberle confundido con otro Eduardo Palamós, pues él no conocía a ningún Félix. El envío no se podía devolver, no había remitente. Yo que tú me bebería el vino, dijo el cartero. Si quieres te ayudo. Él simuló que el comentario le hacía gracia. No sabía reaccionar ante ese tipo de bromas. A los seis meses recibió otro paquete, también sin remitente, con una nota que decía: A ver cuándo nos vemos, ya sabes dónde estoy. Al fin llegó una carta donde Félix lo invitaba a una fiesta en la que iban a coincidir, por primera vez en veinte años, una serie de personas cuyos nombres no le decían nada. Añadía que no había logrado dar con su teléfono ni correo electrónico, y que Irene se iba a pasar. Tienes que venir, aunque sea por ella, cerraba. Se lo debes. No le gustaban las fiestas, mucho menos con desconocidos, pero era la única opción de aclarar el malentendido.

Al principio, como es lógico, nadie lo reconoció. Cuando les dijo su nombre comentaron que estaba distinto. Pero no te creas, hay cambios más espectaculares que el tuyo. Por ejemplo, ¿quién es este? Le hacían mirar a un tipo cualquiera y cuando negaba con la cabeza, soltaban su nombre, tomaban su cara de perplejidad por sorpresa y se reían. Parecía hacerles gracia todo lo que hacía o decía, aunque no la tuviera. Como si dieran por hecho que era un tipo divertido. Incómodo, preguntó varias veces por Félix. Ahora vendrá, tómate algo, le decían. Llevaba dos cervezas y un gin-tonic cuando llegó. Era un pelirrojo alto que le dijo, emocionado: Pareces otro. Lo abrazó y añadió en voz baja: Mi hermana va a llegar un poco tarde. Así que la tal Irene era su hermana. Intentó explicarle que todo era un error, que él no era quien creían. No os conozco de nada, en serio. ¡No os he visto en mi vida! Hubo carcajadas, y alguien comentó: Sigues igual, con ese sentido del humor tan surrealista. Le sirvieron otra copa y decidió dejarse llevar, seguirles la corriente, y un tipo de ojos saltones aseguró que lo había reconocido desde el principio por su forma de hablar, o de andar, o sonreír, no lo escuchó bien. Salieron a la luz anécdotas del pasado y fingió reírse de algo que supuestamente había hecho hacía no sé cuántos años, en una tómbola.

—¿Cómo te va? —Irene llevaba el pelo suelto y sonreía a medias, con un vestido verde que enseñaba los hombros. Era pelirroja, como su hermano.
No supo contestar e improvisó un: —¿Y a ti?
—Angélica y yo estamos bien, supongo.
—¿Angélica?
—En diciembre cumple ocho años.
Había en sus ojos una mezcla de tristeza y curiosidad, de reproche, perdón y añoranza. Muchas veces ha pensado que esa mirada lo cambió todo, que se perdió para siempre en esos ojos.

Volvió a verla, las cosas se fueron enredando y un día, en una cafetería, conoció a Angélica. Al principio fue todo muy tenso. Pidieron tortitas y la niña se manchó la nariz con nata. Su madre se la limpió. No dejaba de hablar. Se notaba que estaba nerviosa por si la niña y él no congeniaban. Angélica tenía una boca muy grande y la cara pintada de verde, un vestido negro y un sombrero puntiagudo, de bruja.  Al parecer venía de una fiesta de Halloween. Estaba siempre callada y no dejaba de mirarlo. Cada vez que él decía algo, sus ojos se abrían como si quisieran absorberlo. Más tarde, rememorando en su cama esa mirada, se dio cuenta de que en ella había algo parecido a la admiración, y que nadie lo había mirado nunca de esa forma.

Empezó a visitarlas en su casa, un chalet con jardín de las afueras, a acompañar a Angélica a pasear al perro, y al pasar las Navidades estaba viviendo con ellas. ¿Por qué nos dejaste, papá?, preguntó la niña en uno de sus paseos. Contestó la verdad: que no lo sabía. Irene no toca el tema. Al poco de instalarse se disculpó por haber tirado todas sus cosas, incluidas sus fotos, y le aclaró que nunca iba a reprocharle nada, que está aquí y es lo que importa. Te has vuelto más serio, suele decirle. Menos hablador, pero lo prefiero, tanta vitalidad podía ser agotadora, y sonríe de esa forma tan suya. A veces, en ese esbozo de sonrisa cree leer indicios de que lo sabe, pues por mucho que se parezca al otro es imposible que no note el cambio: compartió su intimidad y su cama con ese hombre, y no han pasado tantos años desde que lo vio por última vez. Entonces se dice: Y si estamos bien, ¿qué importa?

Porque se ha acostumbrado a sus nuevas rutinas. Le gustan los dibujos de Angélica en que aparecen los tres juntos, la casa y el perro. Le gusta ver a Irene pintarse de negro las uñas de los pies, sentada en la cama, con uno de los muslos escapando de su bata y la cara oculta tras su pelo rojizo. Le gustan las visitas de Félix de los sábados, los desayunos con prisa, las cenas tempranas, y lo único que envenena sus días es el miedo, que cuando llega le hace difícil disimular la angustia. Teme que en cualquier momento vuelva el otro Eduardo Palamós, el padre de Angélica, con su humor surrealista, su vitalidad y sus recuerdos, y se lo quite todo.

José Antonio Bonet
Octubre 2016

Gravedad artificial



GRAVEDAD ARTIFICIAL

16:55, hora terrestre. Hace aproximadamente una hora y media hemos escuchado un chasquido en la cámara de ignición, seguido de un silencio que indicaba que ha dejado de succionar. Tras constatar que perdíamos el rumbo y estábamos a la deriva, me ofrecí a salir al exterior para echar un vistazo, pero Toshiro se había puesto ya la escafandra. Lleva tres cuartos de hora fuera. Tanto él como la caja de herramientas están atados por un cable de acero al asidero de la compuerta, pero siempre existe la posibilidad de que el cable se rompa o que la cámara se active de nuevo, en pleno reconocimiento, y lo calcine. A él le da igual. No parece tener miedo a nada.  A través del monitor lo vemos examinar cada una de las piezas, sacar con cuidado el destornillador de estrella y comprobar la fijación de una tuerca, o palpar con sus guantes la superficie de metacrilato que cubre el tubo de varas. Cuando se cansa, se deja ir y su cuerpo se aleja de nosotros, hasta que, por el efecto rebote, el cable lo hace volver. A veces lo hace dando una voltereta hacia atrás en el aire, y, aunque es bastante inexpresivo y no puedo ver su cara oculta por la escafandra, imagino que está sonriendo.

17:48, hora terrestre. Boris ha reemplazado a Toshiro en la exploración. Cuando ha vuelto, se ha quitado la escafandra y nos ha mostrado una piedra del tamaño de un guijarro. Es un trozo de asteroide que al parecer se ha colado por las rendijas de la placa protectora y ha impactado contra la parte lateral derecha de la cámara. Mientras esperamos instrucciones para la reparación, nos ha hablado de sus hijos –no hay día que no enseñe sus fotos– y, por primera vez en los casi dos meses que llevamos aquí, de su abuelo. Al parecer tenía problemas con el alcohol y con el juego, hasta el punto que lo perdió todo y acabó en la calle, pero se convirtió a la iglesia ortodoxa (antes, cuando vivía con sus padres en la entonces Unión Soviética, era materialista y marxista convencido) y dejó de beber. Inculcó esa fe a su nieto y por eso Boris reza todas las noches.

19:21, hora terrestre. Seguimos esperando instrucciones. Toshiro está pasándose el hijo dental, y eso que la comida que tenemos aquí no se pega entre los dientes. Les he hablado de la afición de Hazel por las infusiones raras. Si se toma un té, no puede ser un té con limón al uso, o con leche, sino un té rojo elaborado con bayas de enebro y un toque de valeriana (me lo estoy inventando, pero es más o menos así). En casa hay un cajón muy grande lleno de distintos tipos de hierbas. Cuando viene alguien a cenar, en vez de ofrecerle una copa después del postre, abre el cajón y le enseña las infusiones. Nadie sabe cuál elegir. Ojalá estuviera aquí ofreciéndonos una, por rara que fuera. 

22:30, hora terrestre. Nos han comunicado que no será difícil reparar el daño, pero que tienen que hacer unas comprobaciones para ver si se usa un protocolo u otro. La noticia me ha aliviado, y eso que Boris y Toshiro parecían tranquilos. Admiro a Boris. Envidio la claridad que le otorga su religión, cómo sonríe siempre y la fuerza que le da pensar en sus hijos. Y si alguna vez quisiera compartir un secreto, se lo contaría a Toshiro, pues se puede pasar horas callado, mirando la tierra sin mover un músculo de la cara (es imposible adivinar lo que piensa). Es una garantía saber que, si algo falla, él se va a mantener sereno, como una especie de maestro zen. Según cuenta, está aquí gracias a su padre, un oficinista enamorado del karate que le enseñó a dominar su cuerpo y su mente. Sin ellos esto sería insoportable, siempre con la misma vista y la sensación de que es de noche. (Escribo esto en el idioma de mi madre para que no se les suba a la cabeza tanto elogio.) A veces, cuando terminamos la inspección rutinaria, jugamos a las cartas, o desactivamos la gravedad artificial y nos dejamos flotar, y nuestros cuerpos giran y se entrechocan en el aire. Es relajante.   

12:42, hora terrestre. No hay nada que hacer. Nos lo han dicho hace dos horas, antes de cortarse la comunicación. Ese fragmento de asteroide del tamaño de un guijarro ha dañado de forma irreparable la cámara de ignición. No probaremos más la comida de verdad, ni deslizaré mis dedos entre los cabellos rojizos de Hazel, aspirando su perfume (aunque a estas alturas es posible que se esté tirando a otro). No veré a nadie aparte de estos dos, callados todo el rato, ellos y yo, aquí vagando. Al principio, cuando la radio falló, nos dábamos ánimos e intentamos conectar con la base. Ahora hay más silencio aquí dentro que fuera, si es que es posible superar el silencio de fuera. Sólo me queda estar con ellos hasta que falte el oxígeno. Con ellos y sus manías, el hilo dental de uno y las fotos de los niños del otro, esos críos regordetes con cara de cerdo que nos enseña hasta el paroxismo. Sólo abre la boca para hablar de ellos y de su abuelo, un borracho fracasado que, desafortunadamente para nosotros, le dio cientos de consejos que ahora nos tendremos que tragar con las tabletas de proteínas, que saben a corcho. ¡Lo que daría por unos simples espaguetis con tomate o una hamburguesa!

Tendré que pasar cada minuto que me queda pegado a ellos, notando su aliento, apretados los tres en mitad del infinito. Aquí todo es metálico. O de plástico. Me gustaría tocar algo de madera, aunque fuera un palo reseco. ¿Qué estará haciendo Hazel a estas horas? ¿Cómo irá vestida? ¿Pensará alguna vez en mí?

Por mucho que disimulen, ellos tampoco me soportan. He vuelto a morderme las uñas –no lo hacía desde niño–, y a tamborilear con los dedos: sé que les mortifica. Ese no para, recita oraciones en ruso como un poseso, y el chino se hurga los dientes como si sirviera de algo. Sé que es japonés, pero a partir de ahora para mí es el puto chino. Me pregunto si conoce algún truco zen para soportar esto, si se le ocurre algún toque de feng-sui para que estemos a gusto en este cubículo hasta pudrirnos del todo. El otro vuelve a sacar las fotos. ¡No puedo más! Escribo esto en el idioma de mi madre para que no sepan el asco que me dan, aunque supongo que se lo imaginan. A la derecha estos dos y a la izquierda el vacío. Y no voy a oír más voz humana que la suya hasta que falte el aire, o el agua, no sé qué terminará antes. El beato me sonríe. ¿De qué te ríes, imbécil? Aquí todo es artificial, como tú, como el pelo injertado con el que intentas disimular tu asquerosa calva, como tu Dios, tu sonrisa y los consejos de tu abuelo, como el oficinista que engendró al puto chino con una geisha barata en uno de los peores tugurios de Tokio, como esas fotos de niños sebosos que uno de estos días te haré tragar a ver si revientas. Aquí todo es de plástico, y ahí fuera es la nada.

José Antonio Bonet

Octubre 2016