EL PADRE DE ANGÉLICA
El paquete traía un vino bastante caro y una carta en la que un tal Félix
le decía que le había costado dar con él y que le mandaba esa botella por los
viejos tiempos. Cuando volvió a ver al cartero, le explicó que debían de haberle
confundido con otro Eduardo Palamós, pues él no conocía a ningún Félix. El
envío no se podía devolver, no había remitente. Yo que tú me bebería el vino, dijo el cartero. Si quieres te ayudo. Él simuló que el comentario le hacía gracia.
No sabía reaccionar ante ese tipo de bromas. A los seis meses recibió otro
paquete, también sin remitente, con una nota que decía: A ver cuándo nos vemos, ya sabes dónde estoy. Al fin llegó una carta
donde Félix lo invitaba a una fiesta en la que iban a coincidir, por primera
vez en veinte años, una serie de personas cuyos nombres no le decían nada.
Añadía que no había logrado dar con su teléfono ni correo electrónico, y que
Irene se iba a pasar. Tienes que venir, aunque
sea por ella, cerraba. Se lo debes.
No le gustaban las fiestas, mucho menos con desconocidos, pero era la única
opción de aclarar el malentendido.
Al principio, como es lógico, nadie lo reconoció. Cuando les dijo su
nombre comentaron que estaba distinto. Pero
no te creas, hay cambios más espectaculares que el tuyo. Por ejemplo, ¿quién es
este? Le hacían mirar a un tipo cualquiera y cuando negaba con la cabeza, soltaban
su nombre, tomaban su cara de perplejidad por sorpresa y se reían. Parecía
hacerles gracia todo lo que hacía o decía, aunque no la tuviera. Como si dieran
por hecho que era un tipo divertido. Incómodo, preguntó varias veces por Félix.
Ahora vendrá, tómate algo, le decían.
Llevaba dos cervezas y un gin-tonic cuando llegó. Era un pelirrojo alto que le dijo,
emocionado: Pareces otro. Lo abrazó y
añadió en voz baja: Mi hermana va a
llegar un poco tarde. Así que la tal Irene era su hermana. Intentó
explicarle que todo era un error, que él no era quien creían. No os conozco de nada, en serio. ¡No os he
visto en mi vida! Hubo carcajadas, y alguien comentó: Sigues igual, con ese sentido del humor tan surrealista. Le
sirvieron otra copa y decidió dejarse llevar, seguirles la corriente, y un tipo
de ojos saltones aseguró que lo había reconocido desde el principio por su
forma de hablar, o de andar, o sonreír, no lo escuchó bien. Salieron a la luz
anécdotas del pasado y fingió reírse de algo que supuestamente había hecho hacía
no sé cuántos años, en una tómbola.
—¿Cómo te va? —Irene llevaba el pelo suelto y sonreía a medias, con un
vestido verde que enseñaba los hombros. Era pelirroja, como su hermano.
No supo contestar e improvisó un: —¿Y a ti?
—Angélica y yo estamos bien, supongo.
—¿Angélica?
—En diciembre cumple ocho años.
Había en sus ojos una mezcla de tristeza y curiosidad, de reproche,
perdón y añoranza. Muchas veces ha pensado que esa mirada lo cambió todo, que
se perdió para siempre en esos ojos.
Volvió a verla, las cosas se fueron enredando y un día, en una cafetería,
conoció a Angélica. Al principio fue todo muy tenso. Pidieron tortitas y la niña
se manchó la nariz con nata. Su madre se la limpió. No dejaba de hablar. Se
notaba que estaba nerviosa por si la niña y él no congeniaban. Angélica tenía
una boca muy grande y la cara pintada de verde, un vestido negro y un sombrero
puntiagudo, de bruja. Al parecer venía
de una fiesta de Halloween. Estaba siempre callada y no dejaba de mirarlo. Cada
vez que él decía algo, sus ojos se abrían como si quisieran absorberlo. Más
tarde, rememorando en su cama esa mirada, se dio cuenta de que en ella había
algo parecido a la admiración, y que nadie lo había mirado nunca de esa forma.
Empezó a visitarlas en su casa, un chalet con jardín de las afueras, a acompañar
a Angélica a pasear al perro, y al pasar las Navidades estaba viviendo con
ellas. ¿Por qué nos dejaste, papá?,
preguntó la niña en uno de sus paseos. Contestó la verdad: que no lo sabía.
Irene no toca el tema. Al poco de instalarse se disculpó por haber tirado todas
sus cosas, incluidas sus fotos, y le aclaró que nunca iba a reprocharle nada,
que está aquí y es lo que importa. Te has
vuelto más serio, suele decirle. Menos
hablador, pero lo prefiero, tanta vitalidad podía ser agotadora, y sonríe
de esa forma tan suya. A veces, en ese esbozo de sonrisa cree leer indicios de
que lo sabe, pues por mucho que se parezca al otro es imposible que no note el
cambio: compartió su intimidad y su cama con ese hombre, y no han pasado tantos
años desde que lo vio por última vez. Entonces se dice: Y si estamos bien, ¿qué importa?
Porque se ha acostumbrado a sus nuevas rutinas. Le gustan los dibujos de
Angélica en que aparecen los tres juntos, la casa y el perro. Le gusta ver a
Irene pintarse de negro las uñas de los pies, sentada en la cama, con uno de
los muslos escapando de su bata y la cara oculta tras su pelo rojizo. Le gustan
las visitas de Félix de los sábados, los desayunos con prisa, las cenas
tempranas, y lo único que envenena sus días es el miedo, que cuando llega le hace
difícil disimular la angustia. Teme que en cualquier momento vuelva el otro Eduardo
Palamós, el padre de Angélica, con su humor surrealista, su vitalidad y sus
recuerdos, y se lo quite todo.
José Antonio Bonet
Octubre 2016
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