Flor Guerin
Escolopendras
Apareció agazapada detrás de la pata de la mesa elefante. Marrón
reluciente. Unos buenos doce centímetros. Veinte y tres pares de patas,
incluidas las dos que le sirven de colmillos.
Este día se respiraba algo peculiar en el cortijo. Una
amenaza sorda sudaba humedad y frio. Me acerqué al rincón para encender una
mata de bolina y algunos cachos de corcho. Prenden rápido y dan llamas recias. La chimenea resopló. La
bolina echó chispas como una traca de verano.
Sentí la humedad dar un paso atrás, refugiándose en las esquinas más
oscuras. Me calenté la espalda.
El atardecer colgó nubes en el valle. Minúsculas gotas de
agua flotaban en el aire inerte. La
montaña parecía retener el aliento. La noche cayó sin avisar. La luna no
llegaba todavía a superar el cerro
y la oscuridad se hizo espesa. Opaca.
Cuando asomó la escolopendra salté hacia atrás y tiré la
silla. No se puede convivir con ellas.
Si te muerden puedes quedarte muy mal. O morirte según. Esto dicen los
abuelos que le temen más que al alacrán.
No le quitaba ojo. Estaba quieta, enroscada alrededor de la
pata de la mesa. Me agaché despacio para coger la bota. Juro que no la deje de mirar pero cuando fui a por
ella, ya no estaba. Miré por todos
lados. Di con mucho cuidado la vuelta a la mesa elefante. Acerqué una linterna.
No estaba. Revolví el sofá y las mantas. Con un palo, hurgué detrás de las
bibliotecas. No apareció.
Mi corazón latía rápido. Un sudor frío me cosquilleó la
nuca. Intenté razonarme. Al fin y al cabo era solo un insecto. Uno gordo, feo y
fascinante. Un testimonio de la era de los dinosaurios. Un ser digno de
estudio.
Más allá de su veneno, los cortijeros temen a las escolopendras porque dicen que auguran
desgracias. Leonor me contó que los curanderos las usan para echar mal de ojo.
Si las apresas vivas, pagan un dinero por ellas.
En el pueblo de toda la vida hubo muchos ahorcados. Leonor dice que sus almas
siguen agazapadas en los rincones oscuros de las casas. Donde no llega la luz, se refugian. Son las escolopendras.
El otoño pasado se ahorcó mi vecino Paco. Lo encontramos a
los dos días. Estaba colgado de la rama más gruesa de un alcornoque, muy cerca
de la pista que lleva a la cortijada. Todos lo llamaban el Oscuro. No tenía
amigos, ni mujer y asustaba a los niños.
Cuando dimos con él, ya no tenía ojos.
Su cara era una colmena. Leonor se desmayó y tuvimos que llamar a una
ambulancia.
Aquella noche en la cual no pude matar la escolopendra, era luna llena. Después de cenar, encendí la estufa
de leña en la primera planta y me refugié en mi estudio. Allí hay una puerta
sin resquicio. Aunque se deslice por los escalones, la escolopendra no lograría
entrar. Me estremecí imaginándola reptar
por los peldaños. Volví a recordar a la cara del ahorcado.
El cortijo del Oscuro se ve
desde la ventana de mi estudio. Es una mole de piedra rajada de par en par, cubierta con un techo de chapa. Imponente y siniestra. Le eché
una ojeada y se me cerró la boca del estómago. Volví a sudar frío. Había luz en
la ventana de la primera planta. No podía ser. En el cortijo no hay luz
eléctrica a menos de disponer de placas. El Oscuro nunca las tuvo. El Oscuro
está muerto. Mi mente parpadeaba en blanco. Cerré de un golpe las
contraventanas. El corazón latía en mi garganta. Me acerqué a la estufa. Con el
calor recordé la luna. Abrí despacio la ventana del estudio y comprobé que su
luz se concentraba en la claraboya del Oscuro.
El efecto era asombroso. Me reí sola con la ventana abierta. Una risa ahorcada.
“ ¡Ya has pasado los cuarenta y sigues creyendo en fantasmas! demasiado tiempo
en el campo… ¡terminarás hecha carne de curandero! ”. Me di cuenta que había hablado en voz alta.
Cargué la estufa de leña y, después de sacudir almohadas y
edredón, me metí en la cama. Dormí sin
sobresaltos y me despertó el móvil de buena mañana. Era Pedro. Me llamaba del
hospital.
“¿Qué tal cariño? Ya te han hecho la ecografía ¿Saben cuál
es la vértebra donde tienes la hernia discal?”
Se le escuchaba respirar
“Me han dicho que no es un hernia. Tengo un tumor en la
cadera”.
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