domingo, 20 de noviembre de 2016

escolopendras cuento de amósfera para elena



Flor Guerin 

Escolopendras

Apareció agazapada detrás de la pata de la mesa elefante. Marrón reluciente. Unos buenos doce centímetros. Veinte y tres pares de patas, incluidas las dos que le sirven de colmillos.
Este día se respiraba algo peculiar en el cortijo. Una amenaza sorda sudaba humedad y frio. Me acerqué al rincón para encender una mata de bolina y algunos cachos de corcho. Prenden rápido y  dan llamas recias. La chimenea resopló. La bolina echó chispas como una traca de verano.  Sentí la humedad dar un paso atrás, refugiándose en las esquinas más oscuras. Me calenté la espalda.
El atardecer colgó nubes en el valle. Minúsculas gotas de agua flotaban en el aire inerte.  La montaña parecía retener el aliento. La noche cayó sin avisar. La luna no llegaba todavía  a superar el cerro y  la oscuridad se hizo espesa. Opaca.

Cuando asomó la escolopendra salté hacia atrás y tiré la silla. No se puede convivir con ellas.  Si te muerden puedes quedarte muy mal. O morirte según. Esto dicen los abuelos que le temen más que al alacrán. 

No le quitaba ojo. Estaba quieta, enroscada alrededor de la pata de la mesa. Me agaché despacio para coger la bota. Juro  que no la deje de mirar pero cuando fui a por ella, ya no estaba.  Miré por todos lados. Di con mucho cuidado la vuelta a la mesa elefante. Acerqué una linterna. No estaba. Revolví el sofá y las mantas. Con un palo, hurgué detrás de las bibliotecas. No apareció.
Mi corazón latía rápido. Un sudor frío me cosquilleó la nuca. Intenté razonarme. Al fin y al cabo era solo un insecto. Uno gordo, feo y fascinante. Un testimonio de la era de los dinosaurios. Un ser digno de estudio.

Más allá de su veneno, los cortijeros  temen a las escolopendras porque dicen que auguran desgracias. Leonor me contó que los curanderos las usan para echar mal de ojo. Si las apresas vivas, pagan un dinero por ellas.
En el pueblo de toda la vida  hubo  muchos ahorcados. Leonor dice que sus almas siguen agazapadas en los rincones oscuros de las casas. Donde no llega la luz,  se refugian. Son las escolopendras.

El otoño pasado se ahorcó mi vecino Paco. Lo encontramos a los dos días. Estaba colgado de la rama más gruesa de un alcornoque, muy cerca de la pista que lleva a la cortijada. Todos lo llamaban el Oscuro. No tenía amigos, ni mujer  y asustaba a los niños. Cuando dimos con él,  ya no tenía ojos. Su cara era una colmena. Leonor se desmayó y tuvimos que llamar a una ambulancia.

Aquella noche en la cual no pude matar la escolopendra,  era luna llena. Después de cenar, encendí la estufa de leña en la primera planta y me refugié en mi estudio. Allí hay una puerta sin resquicio. Aunque se deslice por los escalones, la escolopendra no lograría entrar. Me estremecí  imaginándola reptar por los peldaños. Volví a recordar a la cara del ahorcado.
El cortijo del Oscuro se ve  desde la ventana de mi estudio. Es una mole de piedra  rajada de par en par, cubierta  con un  techo de chapa. Imponente y siniestra. Le eché una ojeada y se me cerró la boca del estómago. Volví a sudar frío. Había luz en la ventana de la primera planta. No podía ser. En el cortijo no hay luz eléctrica a menos de disponer de placas. El Oscuro nunca las tuvo. El Oscuro está muerto. Mi mente parpadeaba en blanco. Cerré de un golpe las contraventanas. El corazón latía en mi garganta. Me acerqué a la estufa. Con el calor recordé la luna. Abrí despacio la ventana del estudio y comprobé que su luz se concentraba en la claraboya  del Oscuro. El efecto era asombroso. Me reí sola con la ventana abierta. Una risa ahorcada. “ ¡Ya has pasado los cuarenta y sigues creyendo en fantasmas! demasiado tiempo en el campo… ¡terminarás hecha carne de curandero! ”.  Me di cuenta que había hablado en voz alta.
Cargué la estufa de leña y, después de sacudir almohadas y edredón,  me metí en la cama. Dormí sin sobresaltos y me despertó el móvil de buena mañana. Era Pedro. Me llamaba del hospital.
“¿Qué tal cariño? Ya te han hecho la ecografía ¿Saben cuál es la vértebra donde tienes la hernia discal?”
Se le escuchaba respirar
“Me han dicho que no es un hernia. Tengo un tumor en la cadera”.




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