"¡Mamá, estoy sufriendo mucho!", me dice entre
sollozos, colgado de mi cuello, y sus palabras son la soga que me rodea el
pescuezo y me asfixia, me jala al fondo.
–¡Despierta! ¡Despierta! ¿Qué te pasa? ¡Estás temblando! –mi
esposo enciende la luz. Me sacude. Batallo contra el aire que se niega a entrar
en mis pulmones.
–No sé. . . no sé que le pasa a mi cuerpo–mi voz es un hilo
frágil.
¡Me he roto! Me convierto en moronas bajo el peso del grito de
auxilio de mi hijo.
–¿Qué te traigo? Por favor, flaquita. . . dime que hago– gime
mi esposo. Él también se ha roto. Lo veo en los ojos sin luz. Su risa se ha
apagado y sé que llora a escondidas.
–¡No sé! ¡No sé!– los estertores me atragantan las palabras.
–Sólo seguiré esto. . . tal vez termine antes.
Amarro mis lágrimas para dar paso al fluir de aquel cataclismo
de mis miembros.
No sé cuanto dura. Mi cuerpo resiste. Agotado, vencido, se
deja al sueño. el pasillo y sus ecos dejan caer su telaraña sobre mí con la
realidad de los recuerdos. ¡Un nuevo ataque!
–¡Ya no quiero estar aquí! –suplico, gimoteo cuando los
temblores secuestran la voluntad de mi cuerpo, la noche siguiente. –¡El
corredor me matará! ¡Me persigue! ¡No pude ayudar a mi hijo! ¡No pude hacer
nada cuando más sufría!
Cascadas de lágrimas y pánico trepidan sobre la convulsión de
mi cuerpo. El aire no pasa, me esfuerzo, lo empujo a los pulmones. ¡Me asfixio!
Si yo muero, mi esposo me sigue. ¡No! ¡Tenemos que vivir! ¡Mi hijo nos
necesita! El llanto no cesa. Dejo que los estertores se apoderen de mí. . . no
puedo luchar, no sé como hacerlo.
La sombra de nosotros dos, mi hijo y yo
abrazados, me persigue desde el pasillo. Estoy sola, más sola que nunca. Hasta
Dios parece haberse ido. ¿Dónde están tus manos salvadoras?, reclamo.
Somnolencia, otra vez cansada, vencida. Y un asalto de la
pesadilla de los recuerdos se monta en ellos, una noche y otra y otra. ¡No
puedo más!
Pastillas para domar los temblores. . . anestesia sobre el
dolor de la impotencia que quema.
Miedo a la noche. Temor a las garras del sueño. . . más
pastillas que nublan y obligan a cerrar los ojos.
¡No! ¡Pastillas no! Necesito mi voluntad, la puerta de
emergencia abierta. ¡Tengo que irme de aquí! ¡Lejos! ¡Muy lejos del pasillo
satánico que rasgó la mente de mi hijo!
–No deberías salir a correr por las noches, flaquita–mi esposo
intenta disuadirme.
–Sólo así voy a sobrevivir a esto–respondo. Ignoro su
preocupación. Su piel luce ceniza. Da pena ver el reflejo de su dolor
marchitándolo con la lentitud de la lepra.
Perdido y perdiendo esposa e hijo en manos de un enemigo
invisible, pienso mientras mis piernas sienten el ardor de los calambres.
–Nos vamos de aquí–anuncia mi marido en cuanto entro a casa
con un mar de sudor entre la ropa, lagunas de llanto en el rostro y el alma
hueca de esperanza.
Inicio la huida sin demora. Empaco con la locura del fugitivo,
sin listas, sin ton ni son.
¡Se hace tarde! Debemos irnos ya o perderemos el último tren
de la cordura. A cada recorrido en el pasillo, un nuevo asalto de las voces, otro
ataque de los recuerdos y la fiebre de las pesadillas que me enferman.
¡Tenemos que salir del infierno!
La casa nueva está llena de luz; un corredor corto ilumina el
paso entre el salón y las habitaciones, y tapizo cada espacio de colores tenues
que acarician mi espíritu.
Nueve meses eternos. Mi hijo vuelve a tener vida en la mirada.
Sale del encierro mudo que casi fue su sepulcro. Ya no corre huyendo de la
noche. Su futuro es colorido. Su lista de planes se alarga por día. Su mentón
mira al frente. ¡Crece! ¡Vence!
Las carcajadas de mis esposo resuenan por las mañanas, otra
vez, con el timbre del cimbalillo. Más arrugas en el alma, más canas en las fuerzas
pero ya respira. Se le quedan las magulladuras, las del hijo y las mías, pero
es feliz de ser más viejo por nosotros.
Y yo, alguna noche, descubro que la pesadilla se coló entre el
equipaje y que vive agazapada en el canapé bajo el colchón. Siempre me observa,
me acecha y está tan cerca que puedo sentir como succiona el aire de mis
pulmones si le concedo hasta el más diminuto pensamiento.
A veces, mi cuerpo se esfuma entre las sábanas para esconderse
de los temblores y, aún así, tiembla.
Aún corro, ¡corro mucho! Persigo el viento para beberme cada
rostro y cada cosa del mundo de los vivos. Me fugo en viajes que me alejan del
pasado y de los ecos. Vivo y sumo días. Los pongo entre el hoy y aquellos
meses. Me aferro a la alegría, engaño a los recuerdos. Huyo del pasillo.
De vez en vez, si me descuido y quedo cerca de la pregunta o
del aroma, revienta la pus de aquellos tiempos y vuelvo a sentir los brazos de
mi hijo rodeando mi cuello, con su llanto en avalancha pidiendo ayuda… ¡Mamá,
estoy sufriendo mucho!
Nuria
G. Arnáiz
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