La confesión
Natalia García
Llevaban
meses preparándonos para ese día. Nos habían dicho varias veces que después de
la primera confesión tendríamos que repetir el acto al menos dos veces por mes.
¿Acaso iba yo a pecar tanto? ¡Tenía tan solo once años! Llevábamos todo el
sexto año de escuela haciendo más exámenes de conciencia y propósitos de
enmienda que cualquier penitente en semana santa.
Lo
cierto es que días antes habíamos practicado la confesión. La serie de rituales
que le preceden, la retahíla de frases que uno dice antes y después, la
posición de las manos y del cuerpo y el tono de voz en el que uno debía
hablarle al sacerdote. Al entrar en el cubículo de madera, el confesionario, todo
me daba escalofrío. Imaginaba que al mirar al sacerdote estaría yo intentando
descifrar cómo sería unir todos esos pedacitos de rostro que se dejaban ver a
través de las rejillas por las que había que hablarle y entonces iba a olvidar
todo lo que tenía que decirle.
Solo
Dios sabe cuánto dolor de barriga tuve en aquellos días al imaginar todo lo que
podría salir mal, las veces que iba a olvidar los latiguillos religiosos y mis
propios pecados, el tono de voz de castigo del sacerdote al escuchar lo que le
tenía que contar.
El
día de la confesión llegó y yo la verdad es que estaba más nerviosa que en un
examen final. Entré al confesionario temblando y le dije muy escrupulosamente
al sacerdote que yo no me acusaba de nada, que ni Ave María Purísima ni pecados
concebidos, que le podía confesar al señor su dios que yo no quería confesarme.
Salí de ahí muy apresurada y le dije a
Madre Graciela que debía ir con urgencia al baño. Permanecí ahí mucho rato
temiendo que me expulsaran o que me llevaran al rectorado.
Al
regresar parecía que no había sucedido nada. La última de mis compañeras se
había confesado y el sacerdote estaba por irse. Al salir del aula me miró y en
su rostro pude ver algún rastro de complicidad. No volví a un confesionario
nunca más y el sacerdote guardó mi secreto como un secreto de confesión.
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