GRAVEDAD
ARTIFICIAL
16:55,
hora terrestre. Hace aproximadamente una hora y media hemos escuchado un
chasquido en la cámara de ignición, seguido de un silencio que indicaba que ha
dejado de succionar. Tras constatar que perdíamos el rumbo y estábamos a la
deriva, me ofrecí a salir al exterior para echar un vistazo, pero Toshiro se
había puesto ya la escafandra. Lleva tres cuartos de hora fuera. Tanto él como la
caja de herramientas están atados por un cable de acero al asidero de la
compuerta, pero siempre existe la posibilidad de que el cable se rompa o que la
cámara se active de nuevo, en pleno reconocimiento, y lo calcine. A él le da
igual. No parece tener miedo a nada. A
través del monitor lo vemos examinar cada una de las piezas, sacar con cuidado
el destornillador de estrella y comprobar la fijación de una tuerca, o palpar
con sus guantes la superficie de metacrilato que cubre el tubo de varas. Cuando
se cansa, se deja ir y su cuerpo se aleja de nosotros, hasta que, por el efecto
rebote, el cable lo hace volver. A veces lo hace dando una voltereta hacia
atrás en el aire, y, aunque es bastante inexpresivo y no puedo ver su cara
oculta por la escafandra, imagino que está sonriendo.
17:48,
hora terrestre. Boris ha reemplazado a Toshiro en la exploración. Cuando ha
vuelto, se ha quitado la escafandra y nos ha mostrado una piedra del tamaño de
un guijarro. Es un trozo de asteroide que al parecer se ha colado por las
rendijas de la placa protectora y ha impactado contra la parte lateral derecha
de la cámara. Mientras esperamos instrucciones para la reparación, nos ha
hablado de sus hijos –no hay día que no enseñe sus fotos– y, por primera vez en
los casi dos meses que llevamos aquí, de su abuelo. Al parecer tenía problemas
con el alcohol y con el juego, hasta el punto que lo perdió todo y acabó en la
calle, pero se convirtió a la iglesia ortodoxa (antes, cuando vivía con sus
padres en la entonces Unión Soviética, era materialista y marxista convencido)
y dejó de beber. Inculcó esa fe a su nieto y por eso Boris reza todas las
noches.
19:21,
hora terrestre. Seguimos esperando instrucciones. Toshiro está pasándose el
hijo dental, y eso que la comida que tenemos aquí no se pega entre los dientes.
Les he hablado de la afición de Hazel por las infusiones raras. Si se toma un
té, no puede ser un té con limón al uso, o con leche, sino un té rojo elaborado
con bayas de enebro y un toque de valeriana (me lo estoy inventando, pero es
más o menos así). En casa hay un cajón muy grande lleno de distintos tipos de
hierbas. Cuando viene alguien a cenar, en vez de ofrecerle una copa después del
postre, abre el cajón y le enseña las infusiones. Nadie sabe cuál elegir. Ojalá
estuviera aquí ofreciéndonos una, por rara que fuera.
22:30,
hora terrestre. Nos han comunicado que no será difícil reparar el daño, pero
que tienen que hacer unas comprobaciones para ver si se usa un protocolo u
otro. La noticia me ha aliviado, y eso que Boris y Toshiro parecían tranquilos.
Admiro a Boris. Envidio la claridad que le otorga su religión, cómo sonríe
siempre y la fuerza que le da pensar en sus hijos. Y si alguna vez quisiera
compartir un secreto, se lo contaría a Toshiro, pues se puede pasar horas
callado, mirando la tierra sin mover un músculo de la cara (es imposible
adivinar lo que piensa). Es una garantía saber que, si algo falla, él se va a
mantener sereno, como una especie de maestro zen. Según cuenta, está aquí
gracias a su padre, un oficinista enamorado del karate que le enseñó a dominar
su cuerpo y su mente. Sin ellos esto sería insoportable, siempre con la misma
vista y la sensación de que es de noche. (Escribo esto en el idioma de mi madre
para que no se les suba a la cabeza tanto elogio.) A veces, cuando terminamos
la inspección rutinaria, jugamos a las cartas, o desactivamos la gravedad
artificial y nos dejamos flotar, y nuestros cuerpos giran y se entrechocan en
el aire. Es relajante.
12:42,
hora terrestre. No hay nada que hacer. Nos lo han dicho hace dos horas, antes
de cortarse la comunicación. Ese fragmento de asteroide del tamaño de un
guijarro ha dañado de forma irreparable la cámara de ignición. No probaremos
más la comida de verdad, ni deslizaré mis dedos entre los cabellos rojizos de
Hazel, aspirando su perfume (aunque a estas alturas es posible que se esté
tirando a otro). No veré a nadie aparte de estos dos, callados todo el rato, ellos
y yo, aquí vagando. Al principio, cuando la radio falló, nos dábamos ánimos e intentamos
conectar con la base. Ahora hay más silencio aquí dentro que fuera, si es que
es posible superar el silencio de fuera. Sólo me queda estar con ellos hasta
que falte el oxígeno. Con ellos y sus manías, el hilo dental de uno y las fotos
de los niños del otro, esos críos regordetes con cara de cerdo que nos enseña
hasta el paroxismo. Sólo abre la boca para hablar de ellos y de su abuelo, un
borracho fracasado que, desafortunadamente para nosotros, le dio cientos de
consejos que ahora nos tendremos que tragar con las tabletas de proteínas, que
saben a corcho. ¡Lo que daría por unos simples espaguetis con tomate o una
hamburguesa!
Tendré
que pasar cada minuto que me queda pegado a ellos, notando su aliento,
apretados los tres en mitad del infinito. Aquí todo es metálico. O de plástico.
Me gustaría tocar algo de madera, aunque fuera un palo reseco. ¿Qué estará
haciendo Hazel a estas horas? ¿Cómo irá vestida? ¿Pensará alguna vez en mí?
Por
mucho que disimulen, ellos tampoco me soportan. He vuelto a morderme las uñas
–no lo hacía desde niño–, y a tamborilear con los dedos: sé que les mortifica.
Ese no para, recita oraciones en ruso como un poseso, y el chino se hurga los
dientes como si sirviera de algo. Sé que es japonés, pero a partir de ahora
para mí es el puto chino.
Me pregunto si conoce algún truco zen para soportar esto, si se le ocurre algún
toque de feng-sui para que estemos a gusto en este cubículo hasta pudrirnos del
todo. El otro vuelve a sacar las fotos. ¡No puedo más! Escribo esto en el
idioma de mi madre para que no sepan el asco que me dan, aunque supongo que se
lo imaginan. A la derecha estos dos y a la izquierda el vacío. Y no voy a oír
más voz humana que la suya hasta que falte el aire, o el agua, no sé qué
terminará antes. El beato me sonríe. ¿De qué te ríes, imbécil? Aquí todo es
artificial, como tú, como el pelo injertado con el que intentas disimular tu
asquerosa calva, como tu Dios, tu sonrisa y los consejos de tu abuelo, como el
oficinista que engendró al puto chino con una geisha barata en uno de los peores
tugurios de Tokio, como esas fotos de niños sebosos que uno de estos días te
haré tragar a ver si revientas. Aquí todo es de plástico, y ahí fuera es la
nada.
José Antonio Bonet
Octubre 2016
Me gusta este texto un montón, aunque creo que ya te lo he dicho. Me gusta cómo haces que de verdad siente pánico y esté aterrorizada. Te animo a que continúes con la historia. :)
ResponderEliminarTe salió increíble todo el ambiente en el relato. Deberías continuar o incluir en más relatos este tono, lo logras muy bien.
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