sábado, 5 de noviembre de 2016

Gravedad artificial



GRAVEDAD ARTIFICIAL

16:55, hora terrestre. Hace aproximadamente una hora y media hemos escuchado un chasquido en la cámara de ignición, seguido de un silencio que indicaba que ha dejado de succionar. Tras constatar que perdíamos el rumbo y estábamos a la deriva, me ofrecí a salir al exterior para echar un vistazo, pero Toshiro se había puesto ya la escafandra. Lleva tres cuartos de hora fuera. Tanto él como la caja de herramientas están atados por un cable de acero al asidero de la compuerta, pero siempre existe la posibilidad de que el cable se rompa o que la cámara se active de nuevo, en pleno reconocimiento, y lo calcine. A él le da igual. No parece tener miedo a nada.  A través del monitor lo vemos examinar cada una de las piezas, sacar con cuidado el destornillador de estrella y comprobar la fijación de una tuerca, o palpar con sus guantes la superficie de metacrilato que cubre el tubo de varas. Cuando se cansa, se deja ir y su cuerpo se aleja de nosotros, hasta que, por el efecto rebote, el cable lo hace volver. A veces lo hace dando una voltereta hacia atrás en el aire, y, aunque es bastante inexpresivo y no puedo ver su cara oculta por la escafandra, imagino que está sonriendo.

17:48, hora terrestre. Boris ha reemplazado a Toshiro en la exploración. Cuando ha vuelto, se ha quitado la escafandra y nos ha mostrado una piedra del tamaño de un guijarro. Es un trozo de asteroide que al parecer se ha colado por las rendijas de la placa protectora y ha impactado contra la parte lateral derecha de la cámara. Mientras esperamos instrucciones para la reparación, nos ha hablado de sus hijos –no hay día que no enseñe sus fotos– y, por primera vez en los casi dos meses que llevamos aquí, de su abuelo. Al parecer tenía problemas con el alcohol y con el juego, hasta el punto que lo perdió todo y acabó en la calle, pero se convirtió a la iglesia ortodoxa (antes, cuando vivía con sus padres en la entonces Unión Soviética, era materialista y marxista convencido) y dejó de beber. Inculcó esa fe a su nieto y por eso Boris reza todas las noches.

19:21, hora terrestre. Seguimos esperando instrucciones. Toshiro está pasándose el hijo dental, y eso que la comida que tenemos aquí no se pega entre los dientes. Les he hablado de la afición de Hazel por las infusiones raras. Si se toma un té, no puede ser un té con limón al uso, o con leche, sino un té rojo elaborado con bayas de enebro y un toque de valeriana (me lo estoy inventando, pero es más o menos así). En casa hay un cajón muy grande lleno de distintos tipos de hierbas. Cuando viene alguien a cenar, en vez de ofrecerle una copa después del postre, abre el cajón y le enseña las infusiones. Nadie sabe cuál elegir. Ojalá estuviera aquí ofreciéndonos una, por rara que fuera. 

22:30, hora terrestre. Nos han comunicado que no será difícil reparar el daño, pero que tienen que hacer unas comprobaciones para ver si se usa un protocolo u otro. La noticia me ha aliviado, y eso que Boris y Toshiro parecían tranquilos. Admiro a Boris. Envidio la claridad que le otorga su religión, cómo sonríe siempre y la fuerza que le da pensar en sus hijos. Y si alguna vez quisiera compartir un secreto, se lo contaría a Toshiro, pues se puede pasar horas callado, mirando la tierra sin mover un músculo de la cara (es imposible adivinar lo que piensa). Es una garantía saber que, si algo falla, él se va a mantener sereno, como una especie de maestro zen. Según cuenta, está aquí gracias a su padre, un oficinista enamorado del karate que le enseñó a dominar su cuerpo y su mente. Sin ellos esto sería insoportable, siempre con la misma vista y la sensación de que es de noche. (Escribo esto en el idioma de mi madre para que no se les suba a la cabeza tanto elogio.) A veces, cuando terminamos la inspección rutinaria, jugamos a las cartas, o desactivamos la gravedad artificial y nos dejamos flotar, y nuestros cuerpos giran y se entrechocan en el aire. Es relajante.   

12:42, hora terrestre. No hay nada que hacer. Nos lo han dicho hace dos horas, antes de cortarse la comunicación. Ese fragmento de asteroide del tamaño de un guijarro ha dañado de forma irreparable la cámara de ignición. No probaremos más la comida de verdad, ni deslizaré mis dedos entre los cabellos rojizos de Hazel, aspirando su perfume (aunque a estas alturas es posible que se esté tirando a otro). No veré a nadie aparte de estos dos, callados todo el rato, ellos y yo, aquí vagando. Al principio, cuando la radio falló, nos dábamos ánimos e intentamos conectar con la base. Ahora hay más silencio aquí dentro que fuera, si es que es posible superar el silencio de fuera. Sólo me queda estar con ellos hasta que falte el oxígeno. Con ellos y sus manías, el hilo dental de uno y las fotos de los niños del otro, esos críos regordetes con cara de cerdo que nos enseña hasta el paroxismo. Sólo abre la boca para hablar de ellos y de su abuelo, un borracho fracasado que, desafortunadamente para nosotros, le dio cientos de consejos que ahora nos tendremos que tragar con las tabletas de proteínas, que saben a corcho. ¡Lo que daría por unos simples espaguetis con tomate o una hamburguesa!

Tendré que pasar cada minuto que me queda pegado a ellos, notando su aliento, apretados los tres en mitad del infinito. Aquí todo es metálico. O de plástico. Me gustaría tocar algo de madera, aunque fuera un palo reseco. ¿Qué estará haciendo Hazel a estas horas? ¿Cómo irá vestida? ¿Pensará alguna vez en mí?

Por mucho que disimulen, ellos tampoco me soportan. He vuelto a morderme las uñas –no lo hacía desde niño–, y a tamborilear con los dedos: sé que les mortifica. Ese no para, recita oraciones en ruso como un poseso, y el chino se hurga los dientes como si sirviera de algo. Sé que es japonés, pero a partir de ahora para mí es el puto chino. Me pregunto si conoce algún truco zen para soportar esto, si se le ocurre algún toque de feng-sui para que estemos a gusto en este cubículo hasta pudrirnos del todo. El otro vuelve a sacar las fotos. ¡No puedo más! Escribo esto en el idioma de mi madre para que no sepan el asco que me dan, aunque supongo que se lo imaginan. A la derecha estos dos y a la izquierda el vacío. Y no voy a oír más voz humana que la suya hasta que falte el aire, o el agua, no sé qué terminará antes. El beato me sonríe. ¿De qué te ríes, imbécil? Aquí todo es artificial, como tú, como el pelo injertado con el que intentas disimular tu asquerosa calva, como tu Dios, tu sonrisa y los consejos de tu abuelo, como el oficinista que engendró al puto chino con una geisha barata en uno de los peores tugurios de Tokio, como esas fotos de niños sebosos que uno de estos días te haré tragar a ver si revientas. Aquí todo es de plástico, y ahí fuera es la nada.

José Antonio Bonet

Octubre 2016

2 comentarios:

  1. Me gusta este texto un montón, aunque creo que ya te lo he dicho. Me gusta cómo haces que de verdad siente pánico y esté aterrorizada. Te animo a que continúes con la historia. :)

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  2. Te salió increíble todo el ambiente en el relato. Deberías continuar o incluir en más relatos este tono, lo logras muy bien.

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